lunes, 14 de diciembre de 2009

La prosperidad reclusa en EL BÚHO



El Búho – Edición Nro. 402

Con este libro de cuentos, Mazeyra vuelve a las letras luego de un complicado “exilio” en Estados Unidos y después de haber editado Urgente: necesito un retazo de felicidad.

En esta nueva arremetida literaria, Mazeyra continúa con sus relatos llenos de insatisfacción, con esa visión descarnada y malditista, llena de personajes que intentan (y no consiguen) escapar de la realidad.

Su visión parte de la perspectiva única del autor, pareciera ser el propio Mazeyra el protagonista de los entuertos. Esa figura trágica de escritor incomprendido ronda de diversas maneras en sus intensas historias.

Ricardo Sumalavia ha escrito: “Muchas veces a la narrativa le hace falta lanzarse al vacío. No para acabar sus días, por supuesto; sino en un intento por el cual el sacrificio mismo se torna una arriesgada aventura creativa. Me atrevo a ubicar los cuentos de Orlando Mazeyra Guillén en esta línea”.

Este salto al vacío ha sido acogido por Cascahuesos Editores, que han hecho del nuevo libro de Mazeyra, un trabajo de notable calidad. Bien por ellos.

viernes, 11 de diciembre de 2009

Mi prosperidad reclusa


Según el diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, la prosperidad es el curso favorable de las cosas. La prosperidad no es más ni menos que la buena suerte o el éxito en lo que se emprende, sucede u ocurre.
Y, ¿quién de nosotros no busca un curso favorable en todos los proyectos que emprendemos a lo largo de nuestras existencias? ¿Quién no ansía la buena suerte y el éxito? Es obvio que podemos diferir en la forma, aunque no en el fondo del asunto, pues todos tratamos de arañar la prosperidad, de asirla, guarecerla para siempre en los recodos más íntimos e intransitables de nuestras vidas. Pero –siempre hay un pero que lo estropea todo– no todos accedemos a ella (o peor aún, siendo prósperos, no podemos constatarlo porque nuestras anteojeras o la estupidez propia o ajena nos lo impiden… ¡Vaya paradoja! En este mundo tan hipócrita y trivial, para sentirse cabalmente próspero hay que escucharlo de la boca de los otros: de los amigos, y, mejor que mejor, si se trata de los enemigos).
Unos ejemplos al paso, resaltando aquel latigazo sartreano que reza que el infierno no es otra cosa que la mirada de los demás: ¿Es próspero un matrimonio sin hijos? ¿Será posible considerar próspero a un hombre que frisa los treinta años y carece de profesión? ¿Quién rayos encarna la prosperidad? ¿Es próspero un presidente megalómano que recurre a unas buenas raciones de litio para mantener la cordura? ¿O lo será el escritor multipremiado que dice que a pesar de todo siempre se sentirá un insatisfecho? ¿O el flamante jubilado que, esclavo de ese mecanismo inmisericorde que es la rutina laboral, ya no sabe gobernar algo que le pertenece, pero que le supieron quitar: su libertad?
Creo que no somos pocos los que nos azotamos cotejando reiteradamente en dónde estamos y dónde –por ventura– quisiéramos estar. Los que, azorados o acaso impasibles, vemos cómo se ensancha la franja que separa nuestra realidad de nuestros sueños más genuinos. Y, para paliar estas desazones cotidianas, lo que menos nos sobra es el tiempo, que a veces se disfraza de aliado, sin embargo, es siempre pernicioso enemigo, hábil prestidigitador: sí, el tiempo, o lo que a mí más me desbarata: la finitud de la vida. Y después de preguntarnos por qué tenemos que morir (una pregunta que, según Philip Roth, puede sacar de quicio a cualquier persona), intentamos –creo– encontrarle un sentido a la existencia, obviamente antes de morir (y, ahora, recuerdo que un tío dejó en mi casa un papelito que decía que toda adicción es una búsqueda angustiosa de Dios) y, a continuación, acude hacia mí esa frase de Fernando Savater que martilla mi mente: “Sabernos mortales es ante todo sabernos abocados a la perdición. Lo más grave no es precisamente no durar, sino que todo se pierda como si jamás hubiera sido”.

Ya antes había anunciado, en mi primer libro, que buscaba tan solo un retazo de felicidad. Hoy, después de otro piélago de cuentos y relatos a cuestas, creo que la prosperidad no es más que una de las variables que conforman esa fórmula evanescente que se llama felicidad. Y la felicidad, lo sé (lo he constatado infinidad de veces), siempre me será siempre ajena. Digo mejor, me será esquiva cada vez que deje de escribir, pues conviviendo con la mentira, inventándome otras vidas en las que aletea mi propia vida, puedo sentirme pleno, útil, satisfecho. Lo mejor de todo es que resulto siendo útil para mí mismo, pero un inútil para los demás. Creo que esa contradicción alberga una extraña verdad que sigo buscando obsesivamente cada vez que florece en mi interior el germen de una historia. ¿Puedo decirlo de otra manera que sea más clara y rotunda? Sí, desde luego, si me permiten recurrir a la precisión de Haroldo Conti: Yo soy escritor nada más que cuando escribo. El resto del tiempo me pierdo entre la gente. Pero el mundo está tan lleno de vida, de cosas y sucesos, que tarde o temprano vuelvo con un libro. Entre la literatura y la vida, elijo la vida. Con la vida rescato la literatura; pero aunque no fuera así, la elegiría de todas maneras.
Escribir es, como dice Mario Vargas Llosa, hablar de eso que no te atreves o no puedes hablar. A la hora de escribir, sigo sus pasos: “me entrego con la personalidad completa, no solamente con el lado consciente sino con el lado oscuro. Escribo escarbando en lo más profundo de mis recuerdos, con todo aquello que reprimo. Para mí, la literatura es un exorcismo de unos fondos muy profundos… hay una compuerta que se abre de una manera muy simbólica, tanto que a veces yo mismo no alcanzo a identificar, pero que tengo el presentimiento que estoy volcando unos fondos muy secretos en lo que escribo. En algunos casos lo hago con toda deliberación. Pero tal vez lo más importante de ese exhibicionismo no pasa por la conciencia”.
Pero estas citas a autores que me han marcado con sus libros o sus ideas, seguramente les resultarán innecesarias y perdonen la digresión. Quiero volver a la prosperidad. Acudamos entonces a ella evocando a la muerte (no es un contrasentido, por favor, evoquemos la muerte de una manera visual o narrativa, a través del cine o de la literatura). El inolvidable Lester de Belleza Americana, encarnado por un soberbio Kevin Spacey, habla, al inicio y al final de la película, de la muerte, o, para ser más exactos del segundo antes de morir; y no deja espacio para la duda o la sospecha:
Antes que nada ese segundo definitivo no es sólo un segundo. Se alarga eternamente, como un océano de tiempo (en donde asoman las personas y lugares que nos marcaron con fuego): Para mí, fue estar acostado en mi campamento de Niños Exploradores mirando estrellas fugaces y hojas amarillas de los arces de nuestra calle o las manos de mi abuela, y su piel que parecía como de papel y la primera vez que vi el auto de mi primo Tony… y mi hija, y mi hija y mi esposa. Podría estar bastante encabronado por lo que me pasó, pero es duro seguir enojado cuando hay tanta belleza en el mundo. A veces siento que estoy viendo todo a la vez, ¡ y es demasiado! Mi corazón se infla como un globo a punto de reventar. Y entonces me acuerdo de relajarme y dejar de tratar de aferrarme a ella. Y entonces fluye a través de mí como lluvia y lo único que puedo sentir es gratitud por cada momento... de mi vidita estúpida. Seguramente no tienen idea de lo que estoy hablando. Pero no se preocupen. Algún día la tendrán”.

Entonces, ya puedo confesarles que escribí este nuevo libro convencido de que mi prosperidad se quedó encarcelada, reclusa en algún capítulo de mi infancia. Este librito está dedicado a mi hermano Álvaro, quien alguna vez quiso pasar a limpio un deseo íntimo. Me dijo algo más o menos así: “Orlando, al morir, quisiera que me cremen y, luego, que lancen mis cenizas desde el Puente de Fierro para se esparzan por el parque de La Arboleda”. Y creo que ambos coincidimos con ineluctable alegría en que cuando, no seamos más, veremos desfilar a los amigos que supimos hacer en ese parque donde una pelota de fútbol era suficiente para hacer de la vida una experiencia esplendente. Luego vino lo otro, lo que no vale la pena, la tensa espera, pues, como nos recuerda Andrés Calamaro: “la vida es una gran sala de espera, la otra es una caja de madera”.
Ahora, que ya quiero dejar de aburrirlos, vienen a nuevamente a mí las imágenes que no me dejan dormir, las postales de una prosperidad efímera: ¡palmeras, palmeras y más palmeras! Un domingo por la tarde se transforma en bares, alitas doradas, pizzas, gringas de ensueño y muchas cervezas. Y, vamos, Orlando, que aquí el agua es caliente. En serio, huevón: en Miami no es como en Camaná que el agua es tan helada que te cagas de frío. Y entonces, vamos, carajo, entra que no vas a querer salir. Y, sí, nos metemos al mar mientras cae la tormenta y, a lo lejos, los rayos parecen flashes divinos. Y guacachas, chalacas, brincos, lo que sea, todo a la vez: el amigo con el que compartí el jardín de infancia, el colegio y la universidad me hace sentirme vivo, próspero o algo que se le parezca. ¿Feliz? Creo que sí, por eso quiero abrazarlo en medio de la algarabía, él ya lleva más de cinco años en Miami y yo acabo de llegar hace unas horas, dos historias dispares, él va a ser padre y yo jamás quiero serlo… pero, insisto, lo miro y sé que ambos disfrutamos a plenitud, ¿qué falta entonces para arañar la felicidad? ¿Estar en Camaná, no es cierto? En ese instante daríamos lo que sea por Camaná y su agua helada, ¡no importa! ¡Camaná y punto! En esa contradicción encontré mi propia prosperidad.
Arequipa, 05 de diciembre de 2009.
Texto leído en la presentación de mi libro

Imagen: "Las musas" de Luz Letts

miércoles, 9 de diciembre de 2009

Las buenas cosas de las suele alimentarse un escritor

Algo pasa en la cabeza de Orlando Mazeyra Guillén: él está convencido de que es un escritor y quizás allí radique su más intenso potencial. Se ha lanzado a las aguas revoltosas de la literatura, de cabeza y sin salvavidas, braceando con toda la fuerza y técnica que ha podido aprender mientras estaba en la calma orilla del carácter inédito.

Y nadar así puede ser peligroso, tomando en cuenta que uno no es de fierro. Una técnica limitada puede agotar antes de tiempo al nadador y hundirlo demasiado pronto, en medio de un pataleo constante y rabioso.

Felizmente Mazeyra se ha mantenido a flote. Se ha aferrado a la superficie con todo lo que tiene y sobrevive para entregarnos La prosperidad reclusa, la razón primera por la que saltó desde un comienzo.

Los cuentos de La prosperidad reclusa están atravesados por la persistencia de Mazeyra. Sus relatos, en su mayoría, están signados por la presencia de un escritor/lector, que vive la angustia del ser, siendo esa carga el detonante que impulsa sus cortas tragedias.

Siento que sus 23 historias van mostrando, más que tragedias de sus protagonistas, al propio Mazeyra y a sus diablos interiores, esos que, también, supongo, contribuyeron a convencerlo de que en la pluma está su camino. Y echa mano de ese material para fabular desventuras humanas, con un estilo que él ha encontrado como propio y que es, desde ya, su marca registrada.

En “Ganas de ti”, una espera en medio de jarras y jarras de ron, deriva en una revelación trágica. Al protagonista, su mentor de barrio le revela el deseo homosexual que lo consume y le plantea lo obvio al pie del Tuturutu. Espero que esta historia en particular, tenga más de ficción que de tragedia personal.

Hay algo en “Esperanza capital”, que me perturba, y es el hecho de ver al autor/protagonista ya sin máscaras ni medias tintas, con nombre y apellido. Es él en toda su intención literaria, contando las desesperanzas de quien busca hacerse de un nombre en el circuito cultural limeño. Aparecen Oswaldo Reynoso, Óscar Malca y hasta el redimido bolerista Iván Cruz como personajes de una travesía juvenil en busca de un sueño. Y digo que me perturba porque hay algunas contundencias en sus frases de rabia contra el editor que le negó la oportunidad que parecen salidas “desde el forro”, como el propio Mazeyra escribe en otro relato.

También hay coqueteos con lo sobrenatural y esas apariciones del otro mundo, tan comunes en nuestro imaginario fantasmal. Allí aparece un padre muerto para exigir que continúe (otra vez) con el oficio de escribir. Luego la amada muerta que reclama la voz del protagonista y hasta un viaje astral que termina con una llegada a la oficina de Dios, claro éste no lo llega a recibir, como a la mayoría de nosotros.

Jorge Eduardo Benavides dice que los personajes de Mazeyra son “outsiders del siglo XXI”, pero discrepo. He visto demasiados sujetos así de atormentados como para convencerme de que allí está la normalidad. Mazeyra también los debe haber visto si es que él mismo no pertenece al rubro. Lo demás es lo raro.

Hay también un soundtrack inevitable en La prosperidad reclusa, donde Calamaro, Fito Páez, Chavela Vargas y demás cantantes desangelados ponen su cuota de lirismo a la hora en que el autor decide emprenderla con el ordenador. Adivino que sonaban al momento de escribir los cuentos.

En conjunto, eso debe ser lo que pasa en la cabeza de Orlando Mazeyra Guillén: mucho bar, mucha conversa, mucho Calamaro, mucha tragedia. Felizmente, esas son las buenas cosas de las que suele alimentarse un escritor.

Jorge Álvarez
Editor "El Búho"
www.elbuho.com.pe